MEDITACIÓN BUDISTA ZEN

VEN. DR. JINSIM HYOENJIN: arzobispo y maestro guía de la sangha Meditación Budista Zen, recibió Transmisión el 27 de marzo 2021 e Inga el 16 de julio 2017, y recibió los 250 votos del Bhikshu (monje) el 22 de julio 2016 por el Ven. Dr. Wonji Dharma.

Ven. Jinsim Hyoenjin es originalmente de Kansas City, Missouri, USA y ha vivido en Guadalajara, México desde 2000. Tiene más de 45 años experiencia en meditación, dos maestrías (psicología y estudios budistas), y un doctorado de Psicología Oriente-Occidente investigando métodos de meditación en las tradiciones espirituales del Oriente.

Ven. Jinsim Hyoenjin imparte clases, conferencias universitarias, charlas Dharma, retiros y talleres sobre el buda-dharma además de citas individuales para orientación y estudio personalizado.

Un arzobispo (maestro zen superior) es un obispo que, habiendo recibido Inga y Transmision de Dharma, preside varias diócesis en una gran región. Este puesto incluye algunas responsabilidades de supervisión tanto de las diócesis como de los obispos de esa región. Un arzobispo sirve como guía o instructor en asuntos religiosos; y a menudo es el fundador o líder dentro de una Orden. Además, el Colegio de Arzobispos actúa como un Consejo Rector igualitario para la Orden Zen de las Cinco Montañas.
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viernes, 18 de febrero de 2011

El Obsequio de Amor Benevolente

El Obsequio de Amor Benevolente
Por
Ozmo Piedmont
Guadalajara, México

…Como una madre que lo protege con su vida
A su hijo, a su único hijo,
Igualmente con un corazón ilimitado
Deberíamos valorar todos los seres vivientes;
Irradiando benevolencia sobre todo el mundo. 
El Buda sobre Amor Benevolente del Metta Sutta (Salzberg)

Vivo en Guadalajara, México.  Por mi correspondencia con mi maestra espiritual La Rev. Maestra Meiten en Victoria, Canadá, y por mis estudios de las enseñanzas de nuestra fundadora La Rev. Maestra Jiyu-Kennett, me enteré de un lugar especial llamado La Abadía de Shasta, un lugar donde se puede experimentar la integración de las enseñanzas del Buda en la vida cotidiana.  Desde el primer momento que oí de La Abadía en el norte de California, de los Estado Unidos, y mirando fotos de sus montañas, monjes, salas de meditación, y comidas del medio día, me comprometí que un día la visitaría.  Me tardé tres años en lograr mi sueño, recogiendo fondos, cambiando trabajos, arreglando itinerarios, y haciendo reservaciones.  Pero por fin el día llegó cuando entré en La Abadía para un retiro de meditación de siete días para principiantes.  Me complacía mucho estar allí.  Ya encontré a gente viviendo sus ideales espirituales, cuidándonos con un amable respeto, demostrado por su uso continuo de una inclinación reverencial que se llama en japonés gassho.  Se la usa cuando uno está pasando los platos durante la comida, o cuando se entra en un cuarto, o durante las ceremonias, antes y después de la meditación, y al pasar frente al altar o imágenes sagrados.  Por medio de este simple ademán, aprendí el significado del amor benevolente.  
Sharon Salzburg, en su libro Loving-Kindness: The Revolutionary Art of Happiness, instruye a los lectores en el significado y práctica de metta, del Pali, el lenguaje del Buda, la cual significa “amor benevolente”.  Ella escribe: “La palabra metta en Pali tiene dos acepciones.  Una es ‘suave,’ como la lluvia suave que cae sobre la tierra…La otra es ‘amigo.’”(p. 30)  Cuando tratamos al mundo con amor benevolente, nos volvemos en “amigos suaves”, o amigos verdaderos, bondadosos, y  amables, los que se ayudan, se protegen, y se cuidan entre sí, un refugio cuando tenemos miedo.  
Mi propio miedo comenzó cuando pensaba en mi papá – ya cumpliendo más de ochenta años, diagnosticado con la enfermedad de Alzheimer.  Hacía poco sufrió un colapso y fue hospitalizado.  Mi familia y yo nos preocupábamos mucho por su salud y bienestar.  Esto me indujo a preguntarle a un monje durante el retiro como se podría dar consuelo a alguien enfrentando  el miedo y la preocupación por su muerte inminente.  Me respondió, “Busca el lugar del silencio y la impavidez en ti mismo.  Entonces podrás estar con otros, asegurándoles que no hay nada temer.”  Estas palabras me penetraron al corazón mientras que el retiro progresaba.  Me di cuenta que yo estaba buscando la paz y la tranquilidad, y la valentía para enfrentarme al desconocido. 
A la mitad del retiro, ofrecí a cambiar mi habitación del dormitorio de huéspedes por el piso de la sala de meditación, donde la gente medita varias veces al día frente a una estatua gigantesca del Buda con cuadros de bodhisattvas y seres divinos a su lado.  Había un participante enfermo el que necesitaba la calidez y confort del dormitorio para curarse de su gripe.  Lo consideraba una bendición tanto poder  ayudar a un miembro de la comunidad espiritual, como la oportunidad dormir cada noche a los pies del Buda.  En cierto sentido, me sentía que me vigilaba mientras dormía, mientras que al mismo tiempo yo vigilaba a otro durante su tiempo de necesidad.  Mis responsabilidades incluían llevarle comida tres veces por día.  Siempre tocaba a su puerta suavemente, sonreía, la pasaba la bandeja, le preguntaba por su salud, y luego me despedía con un gassho y un deseo por su rápida recuperación.  Pensé en lo irónico que  fue.  Todos sufrimos, como nos señaló el Buda, y todos buscamos la cura.  Somos tanto los enfermeros pacientes como los enfermos necesitando ayuda.  Este mundo inpermanente de samsara no puede ser nuestro refugio.  Por medio de la práctica espiritual, podemos superar nuestra enfermedad existencial, nuestro sufrimiento de adhesión a cosas pasajeras, para encontrar la paz. 
El retiro continuaba desplegándose mientras que yo trabajaba en el jardín al lado de los monjes y otros participantes.  Tuve la oportunidad de poner en práctica el amor benevolente durante todo el día.  Lavando los platos y las paredes, y barriendo el piso, todo llegó a ser una meditación de felicidad y participación comunal.  Los monjes eran ejemplos perfectos, guiándonos con palabras tiernas, recuerdos suaves, y ejemplificando la serenidad en acción. 
Al final del quinto día, sin embargo, mi corazón pesaba con la anticipación de ver a mi papá la primera vez desde su diagnosis.  En la oscuridad iluminado por una vela, me disponía para acostarme frente al altar del Buda, con la imagen de Kánzeon, la madre de compasión, a su izquierda, mientras que yo oraba por consejo: “Por favor, querido Buda, guíame en el camino de la serenidad.  Enséñame lo que necesito saber para servir.  Déjame ser tu mano de confort.”  Me cerré los ojos para dormir.  
Me desperté la próxima mañana del sexto día con una inexplicable ligereza del corazón.  Después de las meditaciones matutinas, comenzamos nuestra jornada de trabajo.  Todo me parecía tener un suave fluir de energía, muy natural y sin gran esfuerzo.  Quité el polvo de las paredes exteriores del templo, imaginándome que yo estaba quitándome el polvo del corazón.  Luego arranqué las malas yerbas del jardín, disfrutando el sol mientras trabajábamos juntos, enderezándome de vez en cuando para admirar la gama de colores y texturas bailando frente a mis ojos.  “Que bello,” pensé, “Todo es tan perfecto, esta gente, este lugar, este ritmo de vida.  Tal vez esto es lo más importante, amar cada momento y a cada persona de esta forma, simplemente hacienda lo que hay que hacer aquí y ahora, valorándonos el uno al otro, y abriéndonos a la paz, es todo lo que se necesita hacer.” Seguía mirando en silencio a la gente a mi lado.  Una en particular me parecía muy tranquila y en paz.  Era alta y muy etérea, un tanto como una princesa de hadas.  Con cuidado movía por el jardín, limpiando, arreglando, y arrancando las malas yerbas.  Me pregunté quién era.  No nos habíamos hablado durante el retiro entero, manteniendo la regla de silencio para que nuestras mentes pudieran aquietarse, volviendo la atención adentro.  Me pregunté qué la había traído aquí.  ¿Había encontrado lo que buscaba, su propio refugio?  ¿Qué llevaría de aquí cuando saliera? 
Luego durante la comido, me encontré sentado enfrente de ella.  Comimos en silencio, cada plato pasado de una persona a la otra acompañado con gasshos de reverencia.  Qué apreciado me sentía en la forma que la gente me pasaba los platos siempre con una ligera sonrisa cariñosa y un amable ademán de reverencia.  Pensé, “Guau, qué lindos.  Son un tesoro.  Estos según parecen extraños  se me han metido en mi corazón con su benevolencia.  Aunque hemos hablado poco durante la semana, me siento como si nos hubiéramos sido amigos desde siempre.  Me siento tan apreciado por ellos.”  Terminamos la comida y esperábamos la señal del monje que nos levantáramos.  El comedor se puso callado.  Desde arriba por las ventanas, el sol corría sobre la mesa.  Me levanté la cabeza, viendo el Monte Shasta en la distancia, vigilándonos.  En ese momento, la hada princesa delante de mí sacó de su bolsillo un pedacito de chocolate envuelto en papel dorado, poniéndolo con cuidado justo frente a mi.   “Para quién es esto?” me pregunté.  Miré a sus ojos.  Me sonrió como para decir, “Pues, claro, es para ti!”   De repente me sentí como un niño de cinco años extendiendo la mano con timidez para agarrar este obsequio.  Lo metí en el bolsillo de mi camisa, con un guiño del ojo para reconocer su amabilidad.  Ella inclinó la cabeza con un gesto de gassho y sonrió.
Mientras que nos levantábamos para salir, pensé, “Que amable.  Aunque no la conozco, nunca nos hemos hablado, y aunque no busca nada de mí, no tenía ninguna razón hacer lo que hizo, sin embargo, me ofreció este obsequio.”  Suponía que ella vio que yo estaba un poco pensativo y quería animarme, haciendo lo que es natural, como una madre para su niño.  Como resultado, me sentía una abertura de inocencia abrirse en el corazón.  Acepté esta benevolencia con apreciación, y me asombraba por su sencillez.  Caminando de regreso a la sala de meditación, desenvolví el pedazo de chocolate envuelto en papel dorado, dejándolo derretirse lentamente en la boca, saboreando su dulzura en la lengua.  Seguía contemplando este acto de benevolencia, dejando su lección derretirse en mi corazón, y de la misma forma, mi corazón comenzó a derretirse en lo Divino.   Me acosté en el colchón para el descanso de la tarde. Miré arriba a la cara del Buda, luego a la cara de Kánzeon.  La simplicidad pura de este obsequio de benevolencia seguía penetrándome al corazón.  Cerré los ojos e imaginaba la mano de Kánzeon abriéndose para mí, entregándome lo que yo necesitaba tanto, este regalo de amor benevolente.  Comencé a sentir lágrimas corriendo por mis ojos, deslizándose por las mejillas, cayendo en mi almohada abajo. Me di cuenta que estaba llorando por felicidad.  Me quedé allí varios minutes, sintiendo las lágrimas limpiándome el corazón, derritiéndome al yo chico interior.  “Así,” pensé, “esto es la Naturaleza Búdica mostrándose.  Esto es lo que significa Kánzeon.” Me sentí como si estuviera en un abrazo cariñoso, como un niño envuelto en los brazos de su mama, cerca a su corazón.  Me di cuenta que estos actos de bondad son manifestaciones de la Bodhisattva, Kánzeon.  Ella nos da sin expectativa.  La pura verdad en este simple gesto es la esencia de la curación, el acto de dar.  Le di gracias a Kánzeon por este obsequio, sabiendo ya el próximo paso que debería dar en mi camino espiritual. 
Volé por avión a Kansas City, Missouri, en Los Estados Unidos, para visitar a mis papás. Desde Guadalajara, México le traje a mi mamá un hermoso rebozo blanco pintado a mano.  La cubrí sus hombres suavemente y luego la abracé.  Ella brilló con agradecimiento.  La sonreí, sabiendo que lo llevaría puesto en la primera oportunidad que tenga a su reunión dominical en la iglesia, pavoneándose con orgullo por su hijo que acaba de traerla este regalo lindo desde tan lejos.  En los días siguientes, la observaría cuidando a mi papá, vistiéndole, protegiéndolo, y dándole de comer.  La podría ver lo mejor de ella como un ser humano, una mujer con la capacidad y un esfuerzo tremendo para hacer lo necesario para su querido esposo, a pesar de la incomodidad, preocupación, y estrés que la causaba.  Como la persona principal en el cuidar de mi papá, ella encarnaba dedicación y amor incondicional.  
Luego volteé a mi papá.  Allí estaba, debilitado por su enfermedad.  “¿Me reconocería?” me pregunté.  Le envolví en mis brazos y lo abracé fuertemente.  Me parecía un poco desorientado al principio, pero me miró a los ojos, sonrió, y pronunció mi nombre.  Nos sentamos juntos por un rato.  Había aquí el hombre tan importante a su comunidad, el gran abogado de renombre, el que había peleado las grandes batallas el los tribunales, ganándose una buena reputación y el respeto de su comunidad.  No obstante, ya se veía debilitado en mente y cuerpo, luchando solo para encontrar unas pocas palabras, sus manos temblando.  Luego durante el desayuno, derramó su café sobre su regazo.  “Por Dios,” dijo impulsivamente, mirando al cielo, implorando ayuda divina que pudiera intervenir en su beneficio, dándole la paciencia para continuar, luchando a mantener algún vestigio de dignidad.  Esta enfermedad le había quitado su trabajo, su orgullo, su poder y esfuerzo.  Ya hasta le costaba tanto esfuerzo sólo para levantar una taza de café.  Me extendí el brazo, poniendo mi mano sobre la suya para estabilizarla.   “¡Qué cambio!, pensé, “Los papeles están al revés.  Cuando yo era niño el me había ayudado a comer y beber, tomándome la mano en la suya para estabilizarla también.  Y ya hago lo mismo para él.”
Pasamos varios días juntos.  Le abracé y le toqué mucho.  Me senté a su lado para leer en voz alta de un libro de arte con fotos de cuadros muy coloridos.  A veces deslizaba su dedo al lado de mi mano, tocándome el dorso de la mano con suavidad.  Ya no más nos importaban los argumentos y confrontaciones de mi juventud.  En su lugar, ya podíamos simplemente estar juntos, compartiendo el silencio, una manera de entendernos y sentir un bienestar, con gratitud, por la vida.  “Me vas a consentir demasiado”, me dijo un día, mientras que paseábamos, uno de mis brazos entrelazado en el suyo.  “Pues, claro que sí”, le respondí, “te lo mereces.” 
¿No es lo mismo para todos nosotros?  ¿No merecemos todos sentirnos valorados, amados, y honorados?  ¿No es esto lo que de verdad buscamos, sentir esta valoración incondicional que sólo puede surgir del corazón, nuestra Naturaleza Búdica?  Esto fue el obsequio curándonos, para él y para mí.  Podríamos simplemente amarnos el uno al otro.  De hecho es lo único que tenemos en este mundo.  El cuerpo muere.  Las ilusiones de poder y control se esfuman.  Lo que queda es el amor, sin pretensiones, expectativas, ni prejuicios. 
Cuando nos despedimos, él estaba sentado en el asiento del pasajero delantero del carro al lado de mi mamá, ella al volante, yo atrás.  Me extendí por encima del respaldo del asiento para besar a mi mamá en su mejilla.  Luego me dirigí a mi papá.  Radiante, él se extendió a mí, extendiéndose los labios con todo corazón, besándome en la mejilla.  Le miré a sus ojos.  “Adios,” le dije.
Nunca sabemos el impacto que el amor benevolente pueda traer.  En medio de nuestra condición humana, nuestras debilidades e incomodidades, descubrimos las bendiciones.  Llegamos a ver la cara verdadera de los que queremos: la devoción cuidadosa de mi mamá, la apreciación tierna de mi papá, y un extraño ofreciendo un obsequio de ternura.  Amor benevolente se extendió sobre la mesa un día, ofreciéndome  un pedazo de chocolate.  Amor benevolente abrazó a mi mamá con un rebozo cálido, le estabilizó la mano de mi papá, y me besó adiós a la mejilla.  Esto es lo que nos obsequiamos, estos ademanes sencillos que expresan lo Eterno, llegando a ser nuestro refugio.  Lo que se da, se vuelve.  Es el obsequio radiante del amor. 
Que todos los seres tengan salud, felicidad, y paz.  
Que todos los seres sean libres de pesar y dolor.
Que todos los seres tengan buena fortuna continua. 
Que todos los seres acepten todas las cosas como son.  

Obras citadas:
Salzberg, Sharon.  Loving-Kindness: The Revolutionary Art of Happiness.  Shambala: Boston and London, 2008.


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